El Sr. Rodríguez, cada día cogía el autobús, no para ir a la Barceloneta a remojar los pies como cada mes de junio, ni para ir a la calle Petritxol a tomarse un suizo con melindros que tanto le gustaban cuando era niño. Nada más lejos de la realidad. El Sr. Rodríguez buscaba y buscaba la felicidad. Pero no había manera de encontrarla.
Buscó en todas partes: En su cómoda cómoda, en el bar de los cortados, en el hivernacle de la Ciudadela, en un probador de señoras, en un columpio de cuando tu subes yo bajo y cuando tu bajas yo subo, en un maratón de esos que cortan la ciudad de Barcelona por la mitad y hacen que todo el mundo frunza el ceño hasta que ven a las abuelas gacela participando qué da gusto verlas. En un pastel de un arándano, hasta a París llegó con su empeño el Sr. Rodríguez, la buscó en ese lago escondido de las Tullerías con dos patos enamorados y de allí recorrió el mundo entero hasta llegar a Móstoles. Una vez allí, decidió buscar otra cosa. Gotas de lluvia.
Un anciano lugareño -de Móstoles- después de estarlo observando, le dijo: qué hace hombre ni una cosa ni la otra. Las dos están ahí a su alcance. La felicidad y la lluvia.

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